En el bosque

Llegó al claro del bosque. La luz roja del atardecer apenas se escapaba de entre los árboles, tan altos, tan vivos y testigos de esa muerte. La lluvia de unas horas había dejado el aire empapado y con un ambiente infecto de ese frío que reboza los huesos. No sólo olía a barro y a hojarasca mojada, también a la sangre todavía caliente.

No se escuchaban ni los desvergonzados trinos de los mirlos, ni las tímidas pisadas de ardillas o ratones.

Algo le había dicho que volviese pronto.  Y ese algo tenía razón.

Arropado por esa manta pesada de humedad, se encontró a su pequeño abierto. Ni siquiera había llegado a presenciar su último aliento. Se lanzó sobre ese cuerpo pequeño, le quiso dar calor, pero de nada servía. Se llenó su cuerpo de esa sangre, que era también de ella. Le olía a óxido, a barro y a lavanda, olor a muerte.

Le lamió, metió la nariz entre sus heridas. Demasiadas. Quien lo hizo había disfrutado. Ese cuerpo tan pequeño estaba despedazado y sus vísceras escapaban. Y un instinto se apoderó de ella. Olió por última vez a su pequeño, se llenó la nariz y la boca de su sangre y corrió detrás del que lo había hecho.

Corría tan rápido que el barro le salpicaba. Atravesó el bosque, la ladera. Sólo se oía su respiración, sus jadeos por entre los árboles. Todos guardaban silencio, el mundo callaba y miraba a esa madre que lo único que quería era alcanzar al que había arrancado a su hijo del mundo.

Lo vio. Supo que era él. Olía la sangre de su hijo todavía pegada en sus botas. El cielo decidió romperse de nuevo ante lo que iba a ocurrir y las nubes parieron una tormenta negra y oscura. La luna apareció redonda como una hostia consagrada y teñida de rojo sangre por el crepúsculo y por lo que había ocurrido.

Ella, cubierta de barro y de sangre, pensó en su hijo. En cómo lo tuvo dentro, en cómo lo parió, en cómo le lamió  la sangre del nacimiento y en cómo le había lamido la sangre de la muerte.

Él se giró y la vio. Supo quién era, supo qué iba a ocurrir. Y supo que no valdría la pena defenderse.

Sólo miró al cielo buscando clemencia, pero sólo encontró esa luna de sangre mirándole. Gritó y pidió auxilio pero la tormenta se hizo cómplice para acallar los gritos.

Y así es cómo ocurrió.

Te contarán que una maldita bestia mató a un cazador. Que le mordió hasta que su sangre inundó el camino al bosque. Te dirán que después ese animal volvió a perderse entre los árboles. Te dirán todo eso. Pero no te contarán que era una madre que después, volvió al bosque  junto al cuerpo de su hijo. Volvió para aullar de dolor.

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