El querer siempre me había llegado con olor a humo.
Siempre me habían dejado la piel amasada con dedos de nicotina.
Los besos me dejaban tabaco en los labios y las despedidas estaban tapadas por una capa de humo, así me parecían más confusas, más borrosas.
Nunca terminaba de olvidar, porque el tabaco se había quedado abrazado a mi pelo, escondido en las esquinas del dormitorio y las colillas yacían en algún cenicero como el cadáver de un amor que no pudo ser.
Hasta que llegaste y no trajiste sabor a tabaco en tus labios.
Porque me sabes a dulce, a Nesquick frío (un vaso de los de mañana de verano) y a picante que se me queda en la punta de la lengua.
Y ya no se me queda la nicotina cosida a la piel. Porque me amasas la piel con tus manos de sal. Con el mismo cariño que se le da forma a la arcilla, con la misma fuerza que se amasa el pan.
Y me enseñaste que el querer no duele en el pecho. Que ese pinchazo en el corazón al despertar no era amor y ya tengo el alma hinchada, las caderas felices y los sueños titilando.
Respiro y no duele el corazón, no huele a humo atrapado en las esquinas ni es las costillas. Huele a mañana de domingo, a la sal de tus recodos, a la lluvia a punto de romper dentro de mí.