Natacha

Mi abuela siempre ha llamado y llama natacha a la mantequilla.

Tardé en saber que la nombraba así porque hubo una marca con ese nombre. No recuerdo que ella comprase esa marca específica, pero siempre lo dijo así. Natacha.

Tal vez por eso, y sin saberlo, llamé así a una de mis muñecas. Me inventé que era rusa y quería ser escritora, pero trabajaba infeliz como niñera (siempre buscando el drama).

Ahora que lo pienso, Natacha tenía el color del azafrán de los campos de la abuela. Tenía el pelo rojo como las hebras y el vestido era púrpura como la rosa que las cubría. Tal vez por eso me gustaba esa muñeca. Porque me recordaba a su olor.

La yaya olía siempre así porque guardaba el azafrán en el armario del cuarto del fondo. Ese azafrán que le había hecho heridas en las manos y le había dejado la espalda dolorida de por vida.

Yaya, me hiciste prometer que esa tierra que ya estaba vacía, nunca se vendería. Yo te dije que sí, que lo que dijeses, pero no lo entendí. Igual que no entendía porqué la mantequilla era natacha para ti.

Pero ahora me veo escribiendo de olor a lluvia, de tierra fértil, de las raíces que me atraviesan, de pétalos de la rosa del azafrán y de las espigas que se me clavan en el alma. Y puede que por eso, y sin yo saberlo, todo haya sido por ti.

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Hija de una diosa (o el segundo nacer)

El calor volvía a ser insoportable, pero no era un calor picajoso. Era una capa húmeda  y caliente que creo que sólo crece en Japón durante el verano. Los semi todavía no cricaban, pero ya me los imaginaba calentando para salir a actuar.

Durante un rato habíamos estado aliviados del calor. ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Ocho? A mí se me hizo eterno. Fue en el vientre de una diosa.

O al menos, eso dicen. El vientre de la madre de Buda. Bajo el templo de salón Zuigudo, una cueva se adentra en las laderas del monte.

En la oscuridad más profunda que recuerdo (aunque imagino que todos vivimos unos meses en una oscuridad así), me encorvaba y caminaba despacio, agarrándome de esas cuentas junto a la pared.

El túnel era estrecho (o al menos así lo sentía) y tan oscuro que no me avergüenza decir que tenía miedo. Sabía que llegaría el final, pero sí, tenía miedo. Hubo un momento que todo se agrandó y atisbé la piedra a la que, según dicen, debes rodear para que tu deseo se cumpla. No sé si llegué a hacerlo, si lo hice bien o mal. Sólo recuerdo que poco después volví a un túnel y  comencé a ver la luz. Tal vez por eso dicen que es una peregrinación al útero, que  te das a luz. Mejor dicho, que la cueva te da a luz. Vuelves a nacer por el vientre de la madre de Buda.

Y puede que sí, porque después del miedo a esa oscuridad, llegó esa luz cegadora. Imagino que algo así pasó al principio, eso debimos sentir en el primer parto que nos dio la vida.

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Creo

Entre creer y crear sólo hay un pequeño salto.

Una minúscula letra hace de puente entre soñar y hacer, opinar y fundar.

Pero si me lo paso a mi persona, a esa primera persona del singular que tanto miedo me da, ya no hay puente, sólo precipicio: Creo.

¿Quiere decir que al hacerlo, es por eso por lo que he de creer?

¿O es que sólo hay una forma de crearlo y es tener fe en ello?

Sí, tal vez esa minúscula letra sea lo que mantiene el puente amarrado para poder cruzar el precipicio.

Pero entre el vértigo y caer, creo.

 

Imagen: Pexels.

Tenemos un poema

Ojalá pudiese correr por las líneas de mi mano.

Llegar hasta el acantilado que marca el principio y volver al precipicio del fin.

Una bocanada de eternidad, respirar nebulosas.

Ojalá esos surcos fuesen de campo labrado.

Que mi carne fuese tierra fértil y húmeda para encharcarme de lluvia y que las zanjas se me empaparan de vida.

Ojalá pudiese caminar hacia delante y hacia atrás por esas autopistas de tiempo.

Pero no iría al futuro, tampoco al pasado. Me quedaría en hoy. En este presente eterno al que ya estamos condenados.

Y así podría volver a esta mañana, que sería perpetua, y antes de la ducha me hilvanaría a tu pelo, memorizaría las constelaciones de tu cuerpo y podría repetirte una y otra vez:

«Tienes razón, tenemos un poema».

 

Imagen: Pexels 

Toco casa

Todavía tengo el calor de la manta taponándome la nariz.

Si cierro los ojos, sigo viendo las lucecitas que me deja el maratón de Netflix.

Las caderas me siguen contentas aunque se me pase la vida entre la línea gris y la naranja. Pienso las horas que quedan bajo el falso techo y los fluorescentes de oficina. Y me sueño viajando, pero también volviendo a casa.

Porque aunque vayamos a un lado o a otro del mundo, aunque los sueños los tenga volando y anidando como golondrinas, al igual que ellas, siempre quiero volver.

Como si este piso al que llamamos casa fuese el puerto al que siempre quiero atracar.

Ni hay piratas ni la M-30 es el triángulo de las Bermudas, pero llego y piso nuestra orilla.

No vivimos en un puerto ni tenemos cerca el mar, pero siento que al volver a casa busco el faro que me alumbra para no chocar contra las rocas.

Y por fin «toco casa». Como cuando en el recreo tocaba casa y ya me sentía a salvo.

Pero no me engaño, casa también fue ese hotel en Gion (ése al lado de la casa de las geishas), la pensión sucia en Lisboa o el rascacielos en Osaka. Así que sí, toco casa a tu lado. Como si tú fueses hogar, ése que alumbra, da calor y junto al que se quiere estar y ser.

Como si tu lado de la cama fuese lumbre (casi te huelo a humo, a chisporroteo, el crepitar de mi cuerpo).

Porque en casa tú me empachas la risa, me escuchas como si narrara cuentos y me aúpas para llegar más alto. Porque aunque me sienta y me reconozca mediocre, tú me alimentas los sueños y me convences de que me haga gigante.

Y cada día, cuando te veo y te río, toco casa. Porque ya me salvo.

Me pones feliz y se me achican los ojos. Manta y tele. Franela. Pies descalzos. Y este sofá que se vuelve barca.

La rutina, la nuestra, se nos hace aventura. Porque siento que el universo se me reinicia cada día. Cada mañana, un Big Bang en el Nesquick.

Y al volver la noche, por fin beso la lumbre y se me templan el alma, el vientre y la risa. Toco casa.

Imagen: Pexels

No me asustan las lágrimas

No me asustan las lágrimas.  Sólo son goticas de mar, igual que la sal de tu piel y la mía.

No me asusta el camino que queda, porque los pies están hechos para llenarse de tierra y embarrarse. Que si no buscamos senderos, tampoco veremos los trigos requemados, las amapolas resistiendo ni nuestros pasos hechos escarcha.

No me inquieta vivir. Quiero que el cierzo me cincele arrugas, que sean mis pinturas de guerra. Que mi cuerpo sea orilla a la que besar tras un naufragio y también acantilado, al que escalar con el aire apretando la garganta y con la sangre cabalgando en las sienes.

Lo que me da miedo es terminar siendo tu recuerdo corto, de esos que te llegan como un flashazo y no sabes bautizar. No quiero ser un nombre hecho de ceniza que termina siendo olvido. Que te olvides de mi peca del ojo, de mis uñas mordidas, de mis dientes separados. De que mi pelo huele a calefacción y mis manos a electricidad.

Como mucho (como tanto) quiero serte un déjà vu, un fallo de Matrix que te perturbe, que te asuste y que haga clic en tu mente y en tu dolor callado.

Que te llegue un soplo con mi olor a sal, el sabor de mi orilla y mi piel cincelada de cierzo. Que no soy de ceniza todavía. Soy de carne, de mente y de mar. El mar que me nace en los ojos, pero muere como un manantial.

 

Fotografía: Beatriz Emperatriz 

Tiempo

Solamente puedo decirte que:

  • Se pide tiempo, pero no creas que para curar la herida. Porque el tiempo ni es magia ni medicina. Pero no te preocupes, todo pasará. Da puntadas para cerrar la herida a la brava, para dejar una cicatriz a la que mirar y remirar como si fuese herida de guerra, trinchera de vida.
  • No te quedes inmóvil frente al acantilado. Al vértigo, pídele alas. Al miedo, búscale un empuje. Como cuando de niña yo pedía un primer empujón en el columpio, pero terminaba saltando sobre la arena. Sabía que no podía volar, pero aprendí a lanzarme y a caer.
  • No te pierdas, pon una hebra de tu pelo atada a tu paso para encontrar el camino de regreso cuando quieras. Pero empieza el viaje: a la vuelta de la esquina, al fin del mundo o a la tercera estrella a la derecha. ¡Pero hazlo, joder!
  • Sí, también jode, pero sólo con ganas. Que sea un roce con derecho, nunca pidiendo un derecho a rozar. Porque no se ordena el cariño, la caricia o la saliva. Eso llega tras una mirada, un susurro o una mano que guía y aprueba.
  • Y, por favor, no digas que sólo quieres tiempo. Porque nadie es dueño de él, pero, a la vez, todos lo tenemos. Igual que el aire, que la tierra que se te abraza a los pies o  igual que la sal que se pega en el cuerpo al salir del mar. Aunque no es de nadie, ese grano de salitre te ha elegido a ti para conocer el aire y el sol.

Así que date tiempo, el tuyo y el de nadie, para que la herida cicatrice, pero después sube al columpio y da el primer empujón. El viaje ya está en marcha (a pie, a letra y a llanto). Tráeme souvenirs de tu camino: miedos escarchados, tragos de violetas azules y mañanas en alma viva. Y acuérdate de enviarme una carta silbándome tus pasos o ven, amárrate tu hebra de pelo y báilame los paisajes de tu viaje, de tu trinchera.

 

Imagen: Pexels

 

Isla

He llenado la bañera de agua caliente. Agua ardiente para templarme. Para tomar aire,
sumergirme y sentir que mi piel está rodeada.

Que me acaricia el calor. Que me tocan palabras. Que se me asienta el alma. Que se me limpia el hartazgo y  la pena.

Que no me hace falta llorar porque aquí todo está lleno de lágrimas falsas.

Me imagino en un océano pequeño y soy una isla sin habitar. Si cierro los ojos, es de noche en mi isla. Las olas de jabón se rompen en la costa de mi piel y ya no necesito más.

Pero sólo con tirar del tapón se va el océano manchado de cansancio y penas. Y me quedo ahí tumbada, viendo mi costa hacerse más grande, volverse acantilado.

Me quedó ahí viendo cómo se marcha el agua ardiente. Cómo me vuelve el frío. Y empiezo a temblar.

Me tiemblan las uñas mordidas. Me tiembla la piel. Me tiembla el coño. Me tiembla la tripa.

Y la piel se me eriza y los pechos se me llenan de frío otra vez. Ya nada me toca, nada me
abraza, ninguna palabra me da calor.

Se ha marchado el océano. He dejado de ser isla.

 

 

Imagen: Pexels 

Mañana

Por fin he comprendido que nunca habrá un mañana.
Porque al despertar volverá a ser un hoy.

Ese mañana del que nos hablan, nunca lo tendré ni podré nombrarme en él.
Y corremos detrás de él como un perro persigue a su presa, tan cegado por el ansia y su instinto, que no ve el terraplén por el que va a caer.
Buscamos llegar a ese mañana, como cuando de niña me ponía de puntillas y estiraba los
brazos tratando de cazar estrellas fugaces.

Y el mañana nunca será. Porque vivimos en un presente eterno, cíclico. Nunca nos hablaremos en futuro, al igual que no podemos destachar el calendario ni existe el deshablar.
Porque el pasado no se deshace igual que al futuro no se llega.

Estamos atrapados en una habitación y la puerta por la que entramos es el pasado, cerrada con llave desde fuera. Y el mañana no es más que una ventana desde la que podemos mirar, pero no abrir.

¿Pasará lo mismo con los sueños? ¿Serán como las estelas que atraviesan el cielo? ¿Podremos señalarlas, pero no tocarlas con la punta de los dedos?

¿Somos los perros galopando por atrapar a su presa? ¿Cegados por el deseo y con la sangre latiendo en nuestras sienes? Yo me he parado empapada en sudor, con el aliento seco y el alma sedienta.

Porque no alcanzo los sueños y he comprendido que mañana nunca llegará.

Estoy atrapada en esta habitación, en este presente. Pero a puñetazos he roto el cristal de la ventana, para que llegue el aire limpio del mañana. Huele a tormenta.

Y me quedo en esta habitación, en esta casa. ¿Por qué no es acaso nuestro instinto buscar un hogar? ¿No se siente el amor como volver a casa? Y ya estoy, ya lo tengo en este presente eterno con olor a la lluvia que traen los sueños.

 

 

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Niebla

Dijo adiós y siguió andando. La niebla era espesa. Blanca. Pesada. La atravesaba dando pasos pequeños. No veía dónde iba.

A veces, olía a asfalto mojado. Otros pasos, eran hierba húmeda y mullida. Y ella caminaba con esa ceguera blanca poniendo las manos por delante para no chocarse.
A veces, sentía que alguien pasaba cerca de ella. Una sombra blanca, otro paso tímido, otro paso rápido.

Ella miraba de un lado a otro, pero estaba perdida. Los ojos le dolían y la respiración se le volvía agua que le iba mojando poco a poco.
Buscaba el camino y no lo encontraba. Buscaba los pasos que había dado, pero no dejaban huella.

Se quedó quieta pensando en el salvador al que había dejado pasos atrás. Su lengua era como una hostia sagrada y todo lo que emanaba de él era un vino bendito. Le había dejado la piel lamida, el alma purificada saliéndole de entre las piernas y moratones por dentro del pecho. Gracias a él, las caderas las tenía satisfechas, pero con cada paso le sonaban los añicos de cariño roto.

Quiso llamarle, pero la niebla se le había acomodado en la garganta.

Quiso llorarle, pero se le formó escarcha en los ojos.

Se tumbó mirando a ese cielo blanco. A esa niebla infinita. Las piedras del suelo le recorrían la espalda, pero no sabía diferenciar el cielo del suelo. Y rezó. No a un dios ni a dioses. Se le escaparon plegarias a ese salvador de carne y aliento. Que volviera. Que su lengua sagrada le tocase. Que le bendijese como él lo hacía, pero no llegó.

Y ella se quedó dormida.

Y esa escarcha, que le había cubierto los ojos, la llenó por entero.

Y supo que no había mesías. Que su lengua deseada no era sagrada.

Y supo que ella misma era su salvadora.

La niebla la arropó. Fría. Blanca. Espesa.

 

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