De sal

Te conocí cuando todavía no podías dormir por las noches.

Tus besos sabían a sal. Debía ser porque a veces tenías que tragarte las lágrimas y por algún sitio tenían que salir.

Aprendimos a acariciarnos encajándonos las penas.

Éramos carne y jadeo. Por fin, durante esos ratos, dejábamos de ser alma y quejido.

Después, me contabas dónde guardabas los cachicos de tu corazón roto. Y mientras dormías, los rebuscaba por tu cuerpo y los volvía a encajar.

Paciencia, superglue y algo de celofán hicieron que terminase volviendo a colocarte tu corazón recompuesto y con los engranajes funcionando.

Después, mientras soñabas, te pasaba la lengua por cada recodo para quitarte la sal de pena que te supuraba.

Tus besos ya empezaron a saber a fruta, como deben de saber los besos. Y tu cuerpo, a calor y a café.

Y así, un día viniste para contarme que sin saber cómo el corazón te había vuelto a funcionar, que los engranajes se habían puesto en marcha al conocerla y que los besos con ella ya no sabían a sal.

Y te marchaste.

Lo que no sabes es que un trocito de tu corazón que ya no encajaba en tu puzzle cardiaco se quedó guardado en un frasco (junto a los recuerdos horteras).

Ni que toda la sal que lamí se me quedó atrapada dentro.

Por eso los sueños me salen en blanco y negro.

Por eso al escribir sólo se me escapan penas de sal.

Imagen: Pexels

Natacha

Mi abuela siempre ha llamado y llama natacha a la mantequilla.

Tardé en saber que la nombraba así porque hubo una marca con ese nombre. No recuerdo que ella comprase esa marca específica, pero siempre lo dijo así. Natacha.

Tal vez por eso, y sin saberlo, llamé así a una de mis muñecas. Me inventé que era rusa y quería ser escritora, pero trabajaba infeliz como niñera (siempre buscando el drama).

Ahora que lo pienso, Natacha tenía el color del azafrán de los campos de la abuela. Tenía el pelo rojo como las hebras y el vestido era púrpura como la rosa que las cubría. Tal vez por eso me gustaba esa muñeca. Porque me recordaba a su olor.

La yaya olía siempre así porque guardaba el azafrán en el armario del cuarto del fondo. Ese azafrán que le había hecho heridas en las manos y le había dejado la espalda dolorida de por vida.

Yaya, me hiciste prometer que esa tierra que ya estaba vacía, nunca se vendería. Yo te dije que sí, que lo que dijeses, pero no lo entendí. Igual que no entendía porqué la mantequilla era natacha para ti.

Pero ahora me veo escribiendo de olor a lluvia, de tierra fértil, de las raíces que me atraviesan, de pétalos de la rosa del azafrán y de las espigas que se me clavan en el alma. Y puede que por eso, y sin yo saberlo, todo haya sido por ti.

Imagen: Pexels

Marea

Se mecen mis caderas como el vaivén de las olas.

La tormenta ha sacudido mi cuerpo (columna, pies y entrañas), pero ahora la calma llega a este océano que llamas sábanas.

Se me han ensanchado las caderas, como cuando se abre un lirio sobre su cama de agua.

Y mi alma gotea, se escurre. Con olor a ese agua de lirio, a salitre y a coral rojo.

La tormenta me ha dejado su marca en los labios y la piel en alma viva, pero no importa.

Ahora camino con el paso arrastrado que deja la marea.

Nadie sabe que he sido la reina de un océano de algodón arrugado.

Que la tormenta ha caído en la cama y nos hemos vuelto rompeolas.

Y que no había luna en este techo y que no somos agua, pero hemos bailado hechos marea.

 

Imagen: Pexels

Lo buscó entre sus pestañas

Lo buscó entre sus pestañas, pero ahí no estaba. Removió el aire, deshizo sus pasos y se miró en el espejo por si se le había quedado agarrado a la piel. Nada. No apareció. Pensó que tal vez lo había guardado sin querer. Así que abrió todos los armarios, cajones, cajas y estanterías de su diminuta casa. No lo encontró entre los manteles de lino. Ni en el congelador. Tampoco detrás de los cuadros. Ni tumbado al sol al lado de los geranios del balcón.

Ya habían pasado horas desde que se escapó y el arrastre de las saetas se le hacía terriblemente insoportable. En un intento desesperado quiso verlo en el zumbido de la mosca puñetera (la que se había colado en la casa esa mañana), en el olor a fritanga de la cocina y en los botes de especias de colores, pero seguía sin aparecer.
Se le empezaron a caer lágrimas gordas, de las que vienen con arrugamiento de barbilla, pero siguió buscando. Ahí y allá. De nuevo, se puso frente al espejo y abriendo la boca miró a ver si se le había quedado atascado en algún diente, abrazado a la lengua o pegado al paladar. Ni rastro. Ni sabor en la saliva ni en el aliento de después.

Aquel suspiro se le había escapado demasiado bien.

 

Imagen: Pexels

A mí me gusta el olor de las farmacias

Me encantaba el olor de las farmacias. Cada día buscaba una excusa para recorrerlas una por una.

Empezaron a conocerme en el barrio. Después en toda la ciudad.

Primero me hice adicta al ibuprofeno y a la valeriana. Después a las juanolas y a la equinácea. Las tomaba rápido para no sentirme mal al ir de nuevo a la botica. La campanilla de la puerta sonaba y yo me tragaba ese perfume a limpio y a química a bocanadas.

Cuando empeoraba, buscaba desesperada farmacias de guardia. Así conocí a Gómez, el farmacéutico de la calle Chinchilla. Me encontró a las tres de la mañana. Asomada al hueco de la verja, intentando inhalar el olor que se escapaba de la farmacia.

«Entra», me dijo subiendo la verja. Yo me quedé dormida en la silla junto a la báscula, rodeada de olor a aspirina y esparadrapo. Me despertó con una taza de café y un bote envuelto en papel de farmacia. «Ten. Me ha costado, pero te he guardado el olor aquí dentro. Ya tienes tu perfume».

 

 

Fotografía: Gabriel González

Chavela

La Llorona empezó siendo la Cebolleta. La llamaban así los niños del barrio. «Todavía huele a la Cebolleta», decían por la mañana. Y siguiendo el rastro se asomaban a la ventana de la cocina. Ahí estaba, y seguiría estando días y noches, la Llorona con su berrinche crónico.

Aprendió a andar entre los pucheros del restaurante. Su madre le hacía repasar la lección mientras pelaba las patatas. Y recuerda el día que, con doce años, le quitaron la mayonesa de las manos. «Hoy eres mujer y si la tocas, la estropeas», le explicó su madre con las mejillas abochornadas. Avergonzada, con esa sangre entre las piernas, la Llorona se escondió en un rincón a cortar cebolla. La mezcló con pimentón, del mismo rojo que se le escapaba; con la albahaca y pimienta molida; tomate verde y aceite de oliva. Fue entonces cuando la Llorona empezó su berrinche. La cebolla se le metió por la nariz y le dejó llorar por primera vez. Así echó todo fuera y se limpió. Parte del lloro se le escurrió en la salsa. La sal exacta.

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Humo

El querer siempre me había llegado con olor a humo.

Siempre me habían dejado la piel amasada con dedos de nicotina.

Los besos me dejaban tabaco en los labios y las despedidas estaban tapadas por una capa de humo, así me parecían más confusas, más borrosas.

Nunca terminaba de olvidar, porque el tabaco se había quedado abrazado a mi pelo, escondido en las esquinas del dormitorio y las colillas yacían en algún cenicero como el cadáver de un amor que no pudo ser.

Hasta que llegaste y no trajiste sabor a tabaco en tus labios.

Porque me sabes a dulce, a Nesquick frío (un vaso de los de mañana de verano) y a picante que se me queda en la punta de la lengua.

Y ya no se me queda la nicotina cosida a la piel. Porque me amasas la piel con tus manos de sal. Con el mismo cariño que se le da forma a la arcilla, con la misma fuerza que se amasa el pan.

Y me enseñaste que el querer no duele en el pecho. Que ese pinchazo en el corazón al despertar no era amor y ya tengo el alma hinchada, las caderas felices y los sueños titilando.

Respiro y no duele el corazón, no huele a humo atrapado en las esquinas ni es las costillas. Huele a mañana de domingo, a la sal de tus recodos, a la lluvia a punto de romper dentro de mí.

Nunca lo sabrás

Ayer volví a pasar cerca de la casa.
Sólo la vi a lo lejos, no me atreví a pasar por la puerta.
No dejo de preguntarme si las paredes seguirán teniendo tu risa pegada en las esquinas y si la bañera seguirá llena de tu nombre.
Esa bañera en la que me asomaba como un gato curioso a mirarte mientras pintabas todo con perfume de café, negro y dulce.
Nunca sabrás que, a veces, estás conmigo en mi mente y en mis dedos.
Cuando me devora la cama vacía.
Cuando mis manos se pierden en mí mientras te pienso y paso mi lengua por tu cuerpo imaginado.
Nunca lo sabrás, pero tu sabor se me quedó a vivir en las entrañas y tus dedos están cincelados en mis caderas.
Cuando te miro, te sonrío.
Cuando te callo, trato de ahogar el recuerdo.
Nunca lo sabrás, pero no hubo café más dulce que el tuyo.
Nunca lo sabrás, pero la huella de tu mano y la mía siguen dibujadas en el cristal de la ventana.
Nunca lo sabrás, pero el recuerdo de tu mano sigue guiando a la mía.
Nunca lo sabrás, porque te callo y os sonrío.

 

Imagen: Eternal sunshine of the spotless mind (2004) – Anonymous Content, This is That, Focus Features

Cuando me besas

Cuando me besas, tu lengua me viene como una ola de sabor a granada, a fruta madura y tu saliva me empapa el alma.

Cuando me besas, me dejo cubrir por tu mirada. Por esos ojos como los del poema de Machado, ojos de noche de verano.

Mi cuerpo se sacude como si un rayo cruzase mi columna, mis brazos y mis pies para terminar muriendo en mis muslos. Un rayo que palpita hasta callar entre mis piernas.

En mi tripa no hay mariposas. Son garzas las que aletean en mis vísceras y vuelan hasta mi pecho.

Ahí anidan, ahí graznan y ahí me picotean por dentro.

Por eso me late el corazón más fuerte. Son sus picotazos los que marcan mi pulso, ¿no lo notas?

Por eso me brillan los ojos, porque hasta ahí llega el reflejo de ellas volando en mi garganta.

Por eso siento que floto, porque las garzas alzan el vuelo dentro de mí.

Y estas plumas no las sacamos del edredón mientras damos vueltas. Son las plumas que caen cuando las garzas baten alas al verte llegar.

Porque no, en mi tripa no hay mariposas, tengo garzas blancas aleteando en mis vísceras.

En el hueco entre los pulmones y el corazón, guardo su nido.

Saint-Gervais

Matilde tiene la mirada triste que se le queda a quien vive con el corazón remachado. Aunque sonríe, aunque los ojos le brillan, su mirada está empapada de otoño.

Ella lo sabe. Sabe que el pecho lo tiene mullido de hojas de olmo. De ese olmo de Saint-Gervais. Y por su cuerpo corre la savia roja de ese árbol que descubrió un otoño en París.

Fue ése el mes en el que se le astilló el alma y todavía hoy se le siguen escapando sus pedazos en forma de huesos picudos.

Pasó hace años. Antes de que a Matilde el pelo se le volviese nieve, pero bastante después de que llegasen las primeras arrugas alrededor de sus ojos. Como zanjas del campo que llevan el agua, a ella las arrugas le marcaban el curso del llanto y del sudor por la cara.

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