Aleteo

He aprendido a vivir con un aleteo en mi pecho.

Mejor dicho, a sobrevivir con él.

El revoloteo sobre mis costillas no me deja dormir y cada día siento que la batida de las alas es más grande que la de ayer.

Suele ser un gorrión el que hace el nido entre mis pulmones.

Mi cuerpo es su jaula y lo único que quiere es salir de mí.

Por eso golpea con fuerza y llega a picotear rápido y profundo hasta llegar al corazón.

A veces quiero llorar por el daño que me hace, pero también por sentirle encerrado.

Sólo quiero que el gorrión vuele libre, que abandone el nido que se ha hecho con mis miedos bañados en cortisol.

El aleteo del gorrión es constante, pero, en ocasiones, también llega un buitre carroñero dispuesto a merendar mis sueños putrefactos y mi rutina hilvanada.

Y ahí siento que la jaula va a romperse, pero no saldrá el gorrión volando libre. Saldrá el buitre con mi alma resbalándole de su pico.

Por eso hago fuerte mi jaula, hago fuerte mi coraza para que el buitre no me destruya.

Pero el pequeño gorrión sigue atrapado, golpeando sus alas contra la jaula. ¿No lo oyes? Su aleteo es fuerte, es desesperado.

Por eso mis manos tiemblan, por eso mi ojo parpadea.

Y yo inspiro y expiro, buscando que el gorrión sea libre.

Ojalá encuentre el camino por mi pecho y termine huyendo por mi boca. Así se me quedará en la lengua el sabor de la libertad.

 

 

Imagen: Pexels

En el bosque

Llegó al claro del bosque. La luz roja del atardecer apenas se escapaba de entre los árboles, tan altos, tan vivos y testigos de esa muerte. La lluvia de unas horas había dejado el aire empapado y con un ambiente infecto de ese frío que reboza los huesos. No sólo olía a barro y a hojarasca mojada, también a la sangre todavía caliente.

No se escuchaban ni los desvergonzados trinos de los mirlos, ni las tímidas pisadas de ardillas o ratones.

Algo le había dicho que volviese pronto.  Y ese algo tenía razón.

Arropado por esa manta pesada de humedad, se encontró a su pequeño abierto. Ni siquiera había llegado a presenciar su último aliento. Se lanzó sobre ese cuerpo pequeño, le quiso dar calor, pero de nada servía. Se llenó su cuerpo de esa sangre, que era también de ella. Le olía a óxido, a barro y a lavanda, olor a muerte.

Le lamió, metió la nariz entre sus heridas. Demasiadas. Quien lo hizo había disfrutado. Ese cuerpo tan pequeño estaba despedazado y sus vísceras escapaban. Y un instinto se apoderó de ella. Olió por última vez a su pequeño, se llenó la nariz y la boca de su sangre y corrió detrás del que lo había hecho.

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