Cuando me besas, tu lengua me viene como una ola de sabor a granada, a fruta madura y tu saliva me empapa el alma.
Cuando me besas, me dejo cubrir por tu mirada. Por esos ojos como los del poema de Machado, ojos de noche de verano.
Mi cuerpo se sacude como si un rayo cruzase mi columna, mis brazos y mis pies para terminar muriendo en mis muslos. Un rayo que palpita hasta callar entre mis piernas.
En mi tripa no hay mariposas. Son garzas las que aletean en mis vísceras y vuelan hasta mi pecho.
Ahí anidan, ahí graznan y ahí me picotean por dentro.
Por eso me late el corazón más fuerte. Son sus picotazos los que marcan mi pulso, ¿no lo notas?
Por eso me brillan los ojos, porque hasta ahí llega el reflejo de ellas volando en mi garganta.
Por eso siento que floto, porque las garzas alzan el vuelo dentro de mí.
Y estas plumas no las sacamos del edredón mientras damos vueltas. Son las plumas que caen cuando las garzas baten alas al verte llegar.
Porque no, en mi tripa no hay mariposas, tengo garzas blancas aleteando en mis vísceras.
En el hueco entre los pulmones y el corazón, guardo su nido.