De sal

Te conocí cuando todavía no podías dormir por las noches.

Tus besos sabían a sal. Debía ser porque a veces tenías que tragarte las lágrimas y por algún sitio tenían que salir.

Aprendimos a acariciarnos encajándonos las penas.

Éramos carne y jadeo. Por fin, durante esos ratos, dejábamos de ser alma y quejido.

Después, me contabas dónde guardabas los cachicos de tu corazón roto. Y mientras dormías, los rebuscaba por tu cuerpo y los volvía a encajar.

Paciencia, superglue y algo de celofán hicieron que terminase volviendo a colocarte tu corazón recompuesto y con los engranajes funcionando.

Después, mientras soñabas, te pasaba la lengua por cada recodo para quitarte la sal de pena que te supuraba.

Tus besos ya empezaron a saber a fruta, como deben de saber los besos. Y tu cuerpo, a calor y a café.

Y así, un día viniste para contarme que sin saber cómo el corazón te había vuelto a funcionar, que los engranajes se habían puesto en marcha al conocerla y que los besos con ella ya no sabían a sal.

Y te marchaste.

Lo que no sabes es que un trocito de tu corazón que ya no encajaba en tu puzzle cardiaco se quedó guardado en un frasco (junto a los recuerdos horteras).

Ni que toda la sal que lamí se me quedó atrapada dentro.

Por eso los sueños me salen en blanco y negro.

Por eso al escribir sólo se me escapan penas de sal.

Imagen: Pexels

Hija de una diosa (o el segundo nacer)

El calor volvía a ser insoportable, pero no era un calor picajoso. Era una capa húmeda  y caliente que creo que sólo crece en Japón durante el verano. Los semi todavía no cricaban, pero ya me los imaginaba calentando para salir a actuar.

Durante un rato habíamos estado aliviados del calor. ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Ocho? A mí se me hizo eterno. Fue en el vientre de una diosa.

O al menos, eso dicen. El vientre de la madre de Buda. Bajo el templo de salón Zuigudo, una cueva se adentra en las laderas del monte.

En la oscuridad más profunda que recuerdo (aunque imagino que todos vivimos unos meses en una oscuridad así), me encorvaba y caminaba despacio, agarrándome de esas cuentas junto a la pared.

El túnel era estrecho (o al menos así lo sentía) y tan oscuro que no me avergüenza decir que tenía miedo. Sabía que llegaría el final, pero sí, tenía miedo. Hubo un momento que todo se agrandó y atisbé la piedra a la que, según dicen, debes rodear para que tu deseo se cumpla. No sé si llegué a hacerlo, si lo hice bien o mal. Sólo recuerdo que poco después volví a un túnel y  comencé a ver la luz. Tal vez por eso dicen que es una peregrinación al útero, que  te das a luz. Mejor dicho, que la cueva te da a luz. Vuelves a nacer por el vientre de la madre de Buda.

Y puede que sí, porque después del miedo a esa oscuridad, llegó esa luz cegadora. Imagino que algo así pasó al principio, eso debimos sentir en el primer parto que nos dio la vida.

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Creo

Entre creer y crear sólo hay un pequeño salto.

Una minúscula letra hace de puente entre soñar y hacer, opinar y fundar.

Pero si me lo paso a mi persona, a esa primera persona del singular que tanto miedo me da, ya no hay puente, sólo precipicio: Creo.

¿Quiere decir que al hacerlo, es por eso por lo que he de creer?

¿O es que sólo hay una forma de crearlo y es tener fe en ello?

Sí, tal vez esa minúscula letra sea lo que mantiene el puente amarrado para poder cruzar el precipicio.

Pero entre el vértigo y caer, creo.

 

Imagen: Pexels.

De tu mirada a la mía

He dejado un reguero de estrellas de tu mirada a la mía.

«Lágrimas», dirán algunos.

«Estrellas fugaces», me susurras tú.

En los pliegues de las calles nos hacemos cíclopes, nos lazamos la respiración, nos rascamos las ganas.

«Se besan», dirán algunos al vernos.

«Un vals en el aire, volver a casa después de un viaje, un alud derrumbándose dentro de mí», les gritaré yo.

 

Imagen: Pexels

Tenemos un poema

Ojalá pudiese correr por las líneas de mi mano.

Llegar hasta el acantilado que marca el principio y volver al precipicio del fin.

Una bocanada de eternidad, respirar nebulosas.

Ojalá esos surcos fuesen de campo labrado.

Que mi carne fuese tierra fértil y húmeda para encharcarme de lluvia y que las zanjas se me empaparan de vida.

Ojalá pudiese caminar hacia delante y hacia atrás por esas autopistas de tiempo.

Pero no iría al futuro, tampoco al pasado. Me quedaría en hoy. En este presente eterno al que ya estamos condenados.

Y así podría volver a esta mañana, que sería perpetua, y antes de la ducha me hilvanaría a tu pelo, memorizaría las constelaciones de tu cuerpo y podría repetirte una y otra vez:

«Tienes razón, tenemos un poema».

 

Imagen: Pexels 

Toco casa

Todavía tengo el calor de la manta taponándome la nariz.

Si cierro los ojos, sigo viendo las lucecitas que me deja el maratón de Netflix.

Las caderas me siguen contentas aunque se me pase la vida entre la línea gris y la naranja. Pienso las horas que quedan bajo el falso techo y los fluorescentes de oficina. Y me sueño viajando, pero también volviendo a casa.

Porque aunque vayamos a un lado o a otro del mundo, aunque los sueños los tenga volando y anidando como golondrinas, al igual que ellas, siempre quiero volver.

Como si este piso al que llamamos casa fuese el puerto al que siempre quiero atracar.

Ni hay piratas ni la M-30 es el triángulo de las Bermudas, pero llego y piso nuestra orilla.

No vivimos en un puerto ni tenemos cerca el mar, pero siento que al volver a casa busco el faro que me alumbra para no chocar contra las rocas.

Y por fin «toco casa». Como cuando en el recreo tocaba casa y ya me sentía a salvo.

Pero no me engaño, casa también fue ese hotel en Gion (ése al lado de la casa de las geishas), la pensión sucia en Lisboa o el rascacielos en Osaka. Así que sí, toco casa a tu lado. Como si tú fueses hogar, ése que alumbra, da calor y junto al que se quiere estar y ser.

Como si tu lado de la cama fuese lumbre (casi te huelo a humo, a chisporroteo, el crepitar de mi cuerpo).

Porque en casa tú me empachas la risa, me escuchas como si narrara cuentos y me aúpas para llegar más alto. Porque aunque me sienta y me reconozca mediocre, tú me alimentas los sueños y me convences de que me haga gigante.

Y cada día, cuando te veo y te río, toco casa. Porque ya me salvo.

Me pones feliz y se me achican los ojos. Manta y tele. Franela. Pies descalzos. Y este sofá que se vuelve barca.

La rutina, la nuestra, se nos hace aventura. Porque siento que el universo se me reinicia cada día. Cada mañana, un Big Bang en el Nesquick.

Y al volver la noche, por fin beso la lumbre y se me templan el alma, el vientre y la risa. Toco casa.

Imagen: Pexels

No me asustan las lágrimas

No me asustan las lágrimas.  Sólo son goticas de mar, igual que la sal de tu piel y la mía.

No me asusta el camino que queda, porque los pies están hechos para llenarse de tierra y embarrarse. Que si no buscamos senderos, tampoco veremos los trigos requemados, las amapolas resistiendo ni nuestros pasos hechos escarcha.

No me inquieta vivir. Quiero que el cierzo me cincele arrugas, que sean mis pinturas de guerra. Que mi cuerpo sea orilla a la que besar tras un naufragio y también acantilado, al que escalar con el aire apretando la garganta y con la sangre cabalgando en las sienes.

Lo que me da miedo es terminar siendo tu recuerdo corto, de esos que te llegan como un flashazo y no sabes bautizar. No quiero ser un nombre hecho de ceniza que termina siendo olvido. Que te olvides de mi peca del ojo, de mis uñas mordidas, de mis dientes separados. De que mi pelo huele a calefacción y mis manos a electricidad.

Como mucho (como tanto) quiero serte un déjà vu, un fallo de Matrix que te perturbe, que te asuste y que haga clic en tu mente y en tu dolor callado.

Que te llegue un soplo con mi olor a sal, el sabor de mi orilla y mi piel cincelada de cierzo. Que no soy de ceniza todavía. Soy de carne, de mente y de mar. El mar que me nace en los ojos, pero muere como un manantial.

 

Fotografía: Beatriz Emperatriz 

Tiempo

Solamente puedo decirte que:

  • Se pide tiempo, pero no creas que para curar la herida. Porque el tiempo ni es magia ni medicina. Pero no te preocupes, todo pasará. Da puntadas para cerrar la herida a la brava, para dejar una cicatriz a la que mirar y remirar como si fuese herida de guerra, trinchera de vida.
  • No te quedes inmóvil frente al acantilado. Al vértigo, pídele alas. Al miedo, búscale un empuje. Como cuando de niña yo pedía un primer empujón en el columpio, pero terminaba saltando sobre la arena. Sabía que no podía volar, pero aprendí a lanzarme y a caer.
  • No te pierdas, pon una hebra de tu pelo atada a tu paso para encontrar el camino de regreso cuando quieras. Pero empieza el viaje: a la vuelta de la esquina, al fin del mundo o a la tercera estrella a la derecha. ¡Pero hazlo, joder!
  • Sí, también jode, pero sólo con ganas. Que sea un roce con derecho, nunca pidiendo un derecho a rozar. Porque no se ordena el cariño, la caricia o la saliva. Eso llega tras una mirada, un susurro o una mano que guía y aprueba.
  • Y, por favor, no digas que sólo quieres tiempo. Porque nadie es dueño de él, pero, a la vez, todos lo tenemos. Igual que el aire, que la tierra que se te abraza a los pies o  igual que la sal que se pega en el cuerpo al salir del mar. Aunque no es de nadie, ese grano de salitre te ha elegido a ti para conocer el aire y el sol.

Así que date tiempo, el tuyo y el de nadie, para que la herida cicatrice, pero después sube al columpio y da el primer empujón. El viaje ya está en marcha (a pie, a letra y a llanto). Tráeme souvenirs de tu camino: miedos escarchados, tragos de violetas azules y mañanas en alma viva. Y acuérdate de enviarme una carta silbándome tus pasos o ven, amárrate tu hebra de pelo y báilame los paisajes de tu viaje, de tu trinchera.

 

Imagen: Pexels

 

Un café, por favor

Hagamos el amor, el nuestro, como se hace el café:

Bien cargado, dulce y que nos despierte.

Será negro por la noche que nos cubre. Nuestra cama, la porcelana. Y yo ocultaré la amargura que nos dejó el desamor pasado con un dulzor que quedará esparcido como dos cucharadas de azúcar que se desbordan.

El negro café ya no será sólo el color de tus ojos o el del antídoto a mis horas labradas, será el de nuestras noches y el del engranaje de los sueños. E igual que el café te deja el sabor abrazado a la lengua, yo me quedaré amarrada a tus lunares e hilvanada a tus pestañas.

Y cuando escuchemos a desconocidos reclamarse cafés con los que hablar de la vida, pensaremos que es nuestro amor que se está expandiendo, que rebosa.

Un amor intenso, caliente y del negro más profundo.

Marea

Se mecen mis caderas como el vaivén de las olas.

La tormenta ha sacudido mi cuerpo (columna, pies y entrañas), pero ahora la calma llega a este océano que llamas sábanas.

Se me han ensanchado las caderas, como cuando se abre un lirio sobre su cama de agua.

Y mi alma gotea, se escurre. Con olor a ese agua de lirio, a salitre y a coral rojo.

La tormenta me ha dejado su marca en los labios y la piel en alma viva, pero no importa.

Ahora camino con el paso arrastrado que deja la marea.

Nadie sabe que he sido la reina de un océano de algodón arrugado.

Que la tormenta ha caído en la cama y nos hemos vuelto rompeolas.

Y que no había luna en este techo y que no somos agua, pero hemos bailado hechos marea.

 

Imagen: Pexels