De sal

Te conocí cuando todavía no podías dormir por las noches.

Tus besos sabían a sal. Debía ser porque a veces tenías que tragarte las lágrimas y por algún sitio tenían que salir.

Aprendimos a acariciarnos encajándonos las penas.

Éramos carne y jadeo. Por fin, durante esos ratos, dejábamos de ser alma y quejido.

Después, me contabas dónde guardabas los cachicos de tu corazón roto. Y mientras dormías, los rebuscaba por tu cuerpo y los volvía a encajar.

Paciencia, superglue y algo de celofán hicieron que terminase volviendo a colocarte tu corazón recompuesto y con los engranajes funcionando.

Después, mientras soñabas, te pasaba la lengua por cada recodo para quitarte la sal de pena que te supuraba.

Tus besos ya empezaron a saber a fruta, como deben de saber los besos. Y tu cuerpo, a calor y a café.

Y así, un día viniste para contarme que sin saber cómo el corazón te había vuelto a funcionar, que los engranajes se habían puesto en marcha al conocerla y que los besos con ella ya no sabían a sal.

Y te marchaste.

Lo que no sabes es que un trocito de tu corazón que ya no encajaba en tu puzzle cardiaco se quedó guardado en un frasco (junto a los recuerdos horteras).

Ni que toda la sal que lamí se me quedó atrapada dentro.

Por eso los sueños me salen en blanco y negro.

Por eso al escribir sólo se me escapan penas de sal.

Imagen: Pexels

A 30 km/hora

Piensa en una gota de lluvia.

Recién parida por una nube. Una nube grandiosa, repleta, gris de la tormenta más oscura.

Una lágrima de lluvia viendo el mundo como nadie nunca lo podrá ver.

Piensa en esa gota caer. Con el viento azuzándola. Sin vértigo. Viendo su fin cada vez más cerca. Cayendo a treinta kilómetros por hora.

Y esa misma gota por fin llega y se estrella contra el suelo. Se deshace, se transforma.

Pues así me sentí después de conocer ese nombre. Después de ese hasta luego. Después de esa puerta cerrándose. Después del sonido del ascensor.

Ni un proyectil en el pecho, ni la rotura en mil pedazos, ni el ahogo del alma.

Como una gota derribada a treinta kilómetros por hora.  Ese dolor sentí.

Mi alma esparcida, reventada contra el suelo.

Pero como el agua hace, creo que me transformé después de ese extremo dolor, después de ese choque a treinta kilómetros por hora desde más arriba del cielo.

Caída libre.

Libre.

 

Imagen: Pexels

Niebla

Dijo adiós y siguió andando. La niebla era espesa. Blanca. Pesada. La atravesaba dando pasos pequeños. No veía dónde iba.

A veces, olía a asfalto mojado. Otros pasos, eran hierba húmeda y mullida. Y ella caminaba con esa ceguera blanca poniendo las manos por delante para no chocarse.
A veces, sentía que alguien pasaba cerca de ella. Una sombra blanca, otro paso tímido, otro paso rápido.

Ella miraba de un lado a otro, pero estaba perdida. Los ojos le dolían y la respiración se le volvía agua que le iba mojando poco a poco.
Buscaba el camino y no lo encontraba. Buscaba los pasos que había dado, pero no dejaban huella.

Se quedó quieta pensando en el salvador al que había dejado pasos atrás. Su lengua era como una hostia sagrada y todo lo que emanaba de él era un vino bendito. Le había dejado la piel lamida, el alma purificada saliéndole de entre las piernas y moratones por dentro del pecho. Gracias a él, las caderas las tenía satisfechas, pero con cada paso le sonaban los añicos de cariño roto.

Quiso llamarle, pero la niebla se le había acomodado en la garganta.

Quiso llorarle, pero se le formó escarcha en los ojos.

Se tumbó mirando a ese cielo blanco. A esa niebla infinita. Las piedras del suelo le recorrían la espalda, pero no sabía diferenciar el cielo del suelo. Y rezó. No a un dios ni a dioses. Se le escaparon plegarias a ese salvador de carne y aliento. Que volviera. Que su lengua sagrada le tocase. Que le bendijese como él lo hacía, pero no llegó.

Y ella se quedó dormida.

Y esa escarcha, que le había cubierto los ojos, la llenó por entero.

Y supo que no había mesías. Que su lengua deseada no era sagrada.

Y supo que ella misma era su salvadora.

La niebla la arropó. Fría. Blanca. Espesa.

 

Imagen: Pexels

Humo

El querer siempre me había llegado con olor a humo.

Siempre me habían dejado la piel amasada con dedos de nicotina.

Los besos me dejaban tabaco en los labios y las despedidas estaban tapadas por una capa de humo, así me parecían más confusas, más borrosas.

Nunca terminaba de olvidar, porque el tabaco se había quedado abrazado a mi pelo, escondido en las esquinas del dormitorio y las colillas yacían en algún cenicero como el cadáver de un amor que no pudo ser.

Hasta que llegaste y no trajiste sabor a tabaco en tus labios.

Porque me sabes a dulce, a Nesquick frío (un vaso de los de mañana de verano) y a picante que se me queda en la punta de la lengua.

Y ya no se me queda la nicotina cosida a la piel. Porque me amasas la piel con tus manos de sal. Con el mismo cariño que se le da forma a la arcilla, con la misma fuerza que se amasa el pan.

Y me enseñaste que el querer no duele en el pecho. Que ese pinchazo en el corazón al despertar no era amor y ya tengo el alma hinchada, las caderas felices y los sueños titilando.

Respiro y no duele el corazón, no huele a humo atrapado en las esquinas ni es las costillas. Huele a mañana de domingo, a la sal de tus recodos, a la lluvia a punto de romper dentro de mí.

Nunca lo sabrás

Ayer volví a pasar cerca de la casa.
Sólo la vi a lo lejos, no me atreví a pasar por la puerta.
No dejo de preguntarme si las paredes seguirán teniendo tu risa pegada en las esquinas y si la bañera seguirá llena de tu nombre.
Esa bañera en la que me asomaba como un gato curioso a mirarte mientras pintabas todo con perfume de café, negro y dulce.
Nunca sabrás que, a veces, estás conmigo en mi mente y en mis dedos.
Cuando me devora la cama vacía.
Cuando mis manos se pierden en mí mientras te pienso y paso mi lengua por tu cuerpo imaginado.
Nunca lo sabrás, pero tu sabor se me quedó a vivir en las entrañas y tus dedos están cincelados en mis caderas.
Cuando te miro, te sonrío.
Cuando te callo, trato de ahogar el recuerdo.
Nunca lo sabrás, pero no hubo café más dulce que el tuyo.
Nunca lo sabrás, pero la huella de tu mano y la mía siguen dibujadas en el cristal de la ventana.
Nunca lo sabrás, pero el recuerdo de tu mano sigue guiando a la mía.
Nunca lo sabrás, porque te callo y os sonrío.

 

Imagen: Eternal sunshine of the spotless mind (2004) – Anonymous Content, This is That, Focus Features

Saint-Gervais

Matilde tiene la mirada triste que se le queda a quien vive con el corazón remachado. Aunque sonríe, aunque los ojos le brillan, su mirada está empapada de otoño.

Ella lo sabe. Sabe que el pecho lo tiene mullido de hojas de olmo. De ese olmo de Saint-Gervais. Y por su cuerpo corre la savia roja de ese árbol que descubrió un otoño en París.

Fue ése el mes en el que se le astilló el alma y todavía hoy se le siguen escapando sus pedazos en forma de huesos picudos.

Pasó hace años. Antes de que a Matilde el pelo se le volviese nieve, pero bastante después de que llegasen las primeras arrugas alrededor de sus ojos. Como zanjas del campo que llevan el agua, a ella las arrugas le marcaban el curso del llanto y del sudor por la cara.

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Anouk

Te fuiste.

Y te marchaste. Cuando cerré la puerta, supe que era un adiós. Supe que ya no volvería a pasar.

En los hoyuelos de mis muslos todavía está guardada tu saliva. Mi piel amasada, supura la nicotina de tus dedos. Trago agua y todavía me sabe a ti. Pero un aguijón en el centro del pecho me ha dicho que no volverá a ocurrir.

Un beso rápido mientras abrías el ascensor será el punto y coma a esta historia nuestra que nunca tuvo nombre, que nunca empezó, así que nunca terminará. Esta historia a la que tú traerás un nuevo personaje. Un cuento demasiado pequeño para tantos nombres. Lo supe, lo sé.

Me acabas de cincelar mi nombre en mi cuello. Lo decías, lo dices, golpeando cada sílaba, paladeando con golpes de aliento. Marcando la k final de mi nombre, dejando que resuene en la cueva de tu boca. Y aun así, con tus caricias recién bordadas en mí, sé que no volverá a ocurrir. Los dos lo sabíamos.

Hemos sido el alivio de luto del otro. Ese gris que sigue al negro antes de volver a los colores, a la vida. Hemos sido las risas y las caricias después del abismo de un desamor.

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