De sal

Te conocí cuando todavía no podías dormir por las noches.

Tus besos sabían a sal. Debía ser porque a veces tenías que tragarte las lágrimas y por algún sitio tenían que salir.

Aprendimos a acariciarnos encajándonos las penas.

Éramos carne y jadeo. Por fin, durante esos ratos, dejábamos de ser alma y quejido.

Después, me contabas dónde guardabas los cachicos de tu corazón roto. Y mientras dormías, los rebuscaba por tu cuerpo y los volvía a encajar.

Paciencia, superglue y algo de celofán hicieron que terminase volviendo a colocarte tu corazón recompuesto y con los engranajes funcionando.

Después, mientras soñabas, te pasaba la lengua por cada recodo para quitarte la sal de pena que te supuraba.

Tus besos ya empezaron a saber a fruta, como deben de saber los besos. Y tu cuerpo, a calor y a café.

Y así, un día viniste para contarme que sin saber cómo el corazón te había vuelto a funcionar, que los engranajes se habían puesto en marcha al conocerla y que los besos con ella ya no sabían a sal.

Y te marchaste.

Lo que no sabes es que un trocito de tu corazón que ya no encajaba en tu puzzle cardiaco se quedó guardado en un frasco (junto a los recuerdos horteras).

Ni que toda la sal que lamí se me quedó atrapada dentro.

Por eso los sueños me salen en blanco y negro.

Por eso al escribir sólo se me escapan penas de sal.

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Natacha

Mi abuela siempre ha llamado y llama natacha a la mantequilla.

Tardé en saber que la nombraba así porque hubo una marca con ese nombre. No recuerdo que ella comprase esa marca específica, pero siempre lo dijo así. Natacha.

Tal vez por eso, y sin saberlo, llamé así a una de mis muñecas. Me inventé que era rusa y quería ser escritora, pero trabajaba infeliz como niñera (siempre buscando el drama).

Ahora que lo pienso, Natacha tenía el color del azafrán de los campos de la abuela. Tenía el pelo rojo como las hebras y el vestido era púrpura como la rosa que las cubría. Tal vez por eso me gustaba esa muñeca. Porque me recordaba a su olor.

La yaya olía siempre así porque guardaba el azafrán en el armario del cuarto del fondo. Ese azafrán que le había hecho heridas en las manos y le había dejado la espalda dolorida de por vida.

Yaya, me hiciste prometer que esa tierra que ya estaba vacía, nunca se vendería. Yo te dije que sí, que lo que dijeses, pero no lo entendí. Igual que no entendía porqué la mantequilla era natacha para ti.

Pero ahora me veo escribiendo de olor a lluvia, de tierra fértil, de las raíces que me atraviesan, de pétalos de la rosa del azafrán y de las espigas que se me clavan en el alma. Y puede que por eso, y sin yo saberlo, todo haya sido por ti.

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De tu mirada a la mía

He dejado un reguero de estrellas de tu mirada a la mía.

«Lágrimas», dirán algunos.

«Estrellas fugaces», me susurras tú.

En los pliegues de las calles nos hacemos cíclopes, nos lazamos la respiración, nos rascamos las ganas.

«Se besan», dirán algunos al vernos.

«Un vals en el aire, volver a casa después de un viaje, un alud derrumbándose dentro de mí», les gritaré yo.

 

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Tenemos un poema

Ojalá pudiese correr por las líneas de mi mano.

Llegar hasta el acantilado que marca el principio y volver al precipicio del fin.

Una bocanada de eternidad, respirar nebulosas.

Ojalá esos surcos fuesen de campo labrado.

Que mi carne fuese tierra fértil y húmeda para encharcarme de lluvia y que las zanjas se me empaparan de vida.

Ojalá pudiese caminar hacia delante y hacia atrás por esas autopistas de tiempo.

Pero no iría al futuro, tampoco al pasado. Me quedaría en hoy. En este presente eterno al que ya estamos condenados.

Y así podría volver a esta mañana, que sería perpetua, y antes de la ducha me hilvanaría a tu pelo, memorizaría las constelaciones de tu cuerpo y podría repetirte una y otra vez:

«Tienes razón, tenemos un poema».

 

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Tiempo

Solamente puedo decirte que:

  • Se pide tiempo, pero no creas que para curar la herida. Porque el tiempo ni es magia ni medicina. Pero no te preocupes, todo pasará. Da puntadas para cerrar la herida a la brava, para dejar una cicatriz a la que mirar y remirar como si fuese herida de guerra, trinchera de vida.
  • No te quedes inmóvil frente al acantilado. Al vértigo, pídele alas. Al miedo, búscale un empuje. Como cuando de niña yo pedía un primer empujón en el columpio, pero terminaba saltando sobre la arena. Sabía que no podía volar, pero aprendí a lanzarme y a caer.
  • No te pierdas, pon una hebra de tu pelo atada a tu paso para encontrar el camino de regreso cuando quieras. Pero empieza el viaje: a la vuelta de la esquina, al fin del mundo o a la tercera estrella a la derecha. ¡Pero hazlo, joder!
  • Sí, también jode, pero sólo con ganas. Que sea un roce con derecho, nunca pidiendo un derecho a rozar. Porque no se ordena el cariño, la caricia o la saliva. Eso llega tras una mirada, un susurro o una mano que guía y aprueba.
  • Y, por favor, no digas que sólo quieres tiempo. Porque nadie es dueño de él, pero, a la vez, todos lo tenemos. Igual que el aire, que la tierra que se te abraza a los pies o  igual que la sal que se pega en el cuerpo al salir del mar. Aunque no es de nadie, ese grano de salitre te ha elegido a ti para conocer el aire y el sol.

Así que date tiempo, el tuyo y el de nadie, para que la herida cicatrice, pero después sube al columpio y da el primer empujón. El viaje ya está en marcha (a pie, a letra y a llanto). Tráeme souvenirs de tu camino: miedos escarchados, tragos de violetas azules y mañanas en alma viva. Y acuérdate de enviarme una carta silbándome tus pasos o ven, amárrate tu hebra de pelo y báilame los paisajes de tu viaje, de tu trinchera.

 

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Isla

He llenado la bañera de agua caliente. Agua ardiente para templarme. Para tomar aire,
sumergirme y sentir que mi piel está rodeada.

Que me acaricia el calor. Que me tocan palabras. Que se me asienta el alma. Que se me limpia el hartazgo y  la pena.

Que no me hace falta llorar porque aquí todo está lleno de lágrimas falsas.

Me imagino en un océano pequeño y soy una isla sin habitar. Si cierro los ojos, es de noche en mi isla. Las olas de jabón se rompen en la costa de mi piel y ya no necesito más.

Pero sólo con tirar del tapón se va el océano manchado de cansancio y penas. Y me quedo ahí tumbada, viendo mi costa hacerse más grande, volverse acantilado.

Me quedó ahí viendo cómo se marcha el agua ardiente. Cómo me vuelve el frío. Y empiezo a temblar.

Me tiemblan las uñas mordidas. Me tiembla la piel. Me tiembla el coño. Me tiembla la tripa.

Y la piel se me eriza y los pechos se me llenan de frío otra vez. Ya nada me toca, nada me
abraza, ninguna palabra me da calor.

Se ha marchado el océano. He dejado de ser isla.

 

 

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Un café, por favor

Hagamos el amor, el nuestro, como se hace el café:

Bien cargado, dulce y que nos despierte.

Será negro por la noche que nos cubre. Nuestra cama, la porcelana. Y yo ocultaré la amargura que nos dejó el desamor pasado con un dulzor que quedará esparcido como dos cucharadas de azúcar que se desbordan.

El negro café ya no será sólo el color de tus ojos o el del antídoto a mis horas labradas, será el de nuestras noches y el del engranaje de los sueños. E igual que el café te deja el sabor abrazado a la lengua, yo me quedaré amarrada a tus lunares e hilvanada a tus pestañas.

Y cuando escuchemos a desconocidos reclamarse cafés con los que hablar de la vida, pensaremos que es nuestro amor que se está expandiendo, que rebosa.

Un amor intenso, caliente y del negro más profundo.