He aprendido a vivir con un aleteo en mi pecho.
Mejor dicho, a sobrevivir con él.
El revoloteo sobre mis costillas no me deja dormir y cada día siento que la batida de las alas es más grande que la de ayer.
Suele ser un gorrión el que hace el nido entre mis pulmones.
Mi cuerpo es su jaula y lo único que quiere es salir de mí.
Por eso golpea con fuerza y llega a picotear rápido y profundo hasta llegar al corazón.
A veces quiero llorar por el daño que me hace, pero también por sentirle encerrado.
Sólo quiero que el gorrión vuele libre, que abandone el nido que se ha hecho con mis miedos bañados en cortisol.
El aleteo del gorrión es constante, pero, en ocasiones, también llega un buitre carroñero dispuesto a merendar mis sueños putrefactos y mi rutina hilvanada.
Y ahí siento que la jaula va a romperse, pero no saldrá el gorrión volando libre. Saldrá el buitre con mi alma resbalándole de su pico.
Por eso hago fuerte mi jaula, hago fuerte mi coraza para que el buitre no me destruya.
Pero el pequeño gorrión sigue atrapado, golpeando sus alas contra la jaula. ¿No lo oyes? Su aleteo es fuerte, es desesperado.
Por eso mis manos tiemblan, por eso mi ojo parpadea.
Y yo inspiro y expiro, buscando que el gorrión sea libre.
Ojalá encuentre el camino por mi pecho y termine huyendo por mi boca. Así se me quedará en la lengua el sabor de la libertad.
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