Olor a septiembre

Te besé en mayo, pero olía a septiembre.

Como si llegara un nuevo curso con libros y cuadernos a estrenar.

Era primavera, pero tiritaba como en diciembre.

Sería la mecánica de mi corazón descacharrado haciendo eco dentro de mí.

La puesta a punto con engranajes rotos.

Fue en el norte, pero todo se puso al revés.

Hasta la brújula lo perdió (el norte).

Y yo, el miedo.

 

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Niebla

Dijo adiós y siguió andando. La niebla era espesa. Blanca. Pesada. La atravesaba dando pasos pequeños. No veía dónde iba.

A veces, olía a asfalto mojado. Otros pasos, eran hierba húmeda y mullida. Y ella caminaba con esa ceguera blanca poniendo las manos por delante para no chocarse.
A veces, sentía que alguien pasaba cerca de ella. Una sombra blanca, otro paso tímido, otro paso rápido.

Ella miraba de un lado a otro, pero estaba perdida. Los ojos le dolían y la respiración se le volvía agua que le iba mojando poco a poco.
Buscaba el camino y no lo encontraba. Buscaba los pasos que había dado, pero no dejaban huella.

Se quedó quieta pensando en el salvador al que había dejado pasos atrás. Su lengua era como una hostia sagrada y todo lo que emanaba de él era un vino bendito. Le había dejado la piel lamida, el alma purificada saliéndole de entre las piernas y moratones por dentro del pecho. Gracias a él, las caderas las tenía satisfechas, pero con cada paso le sonaban los añicos de cariño roto.

Quiso llamarle, pero la niebla se le había acomodado en la garganta.

Quiso llorarle, pero se le formó escarcha en los ojos.

Se tumbó mirando a ese cielo blanco. A esa niebla infinita. Las piedras del suelo le recorrían la espalda, pero no sabía diferenciar el cielo del suelo. Y rezó. No a un dios ni a dioses. Se le escaparon plegarias a ese salvador de carne y aliento. Que volviera. Que su lengua sagrada le tocase. Que le bendijese como él lo hacía, pero no llegó.

Y ella se quedó dormida.

Y esa escarcha, que le había cubierto los ojos, la llenó por entero.

Y supo que no había mesías. Que su lengua deseada no era sagrada.

Y supo que ella misma era su salvadora.

La niebla la arropó. Fría. Blanca. Espesa.

 

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Lo buscó entre sus pestañas

Lo buscó entre sus pestañas, pero ahí no estaba. Removió el aire, deshizo sus pasos y se miró en el espejo por si se le había quedado agarrado a la piel. Nada. No apareció. Pensó que tal vez lo había guardado sin querer. Así que abrió todos los armarios, cajones, cajas y estanterías de su diminuta casa. No lo encontró entre los manteles de lino. Ni en el congelador. Tampoco detrás de los cuadros. Ni tumbado al sol al lado de los geranios del balcón.

Ya habían pasado horas desde que se escapó y el arrastre de las saetas se le hacía terriblemente insoportable. En un intento desesperado quiso verlo en el zumbido de la mosca puñetera (la que se había colado en la casa esa mañana), en el olor a fritanga de la cocina y en los botes de especias de colores, pero seguía sin aparecer.
Se le empezaron a caer lágrimas gordas, de las que vienen con arrugamiento de barbilla, pero siguió buscando. Ahí y allá. De nuevo, se puso frente al espejo y abriendo la boca miró a ver si se le había quedado atascado en algún diente, abrazado a la lengua o pegado al paladar. Ni rastro. Ni sabor en la saliva ni en el aliento de después.

Aquel suspiro se le había escapado demasiado bien.

 

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