Saint-Gervais

Matilde tiene la mirada triste que se le queda a quien vive con el corazón remachado. Aunque sonríe, aunque los ojos le brillan, su mirada está empapada de otoño.

Ella lo sabe. Sabe que el pecho lo tiene mullido de hojas de olmo. De ese olmo de Saint-Gervais. Y por su cuerpo corre la savia roja de ese árbol que descubrió un otoño en París.

Fue ése el mes en el que se le astilló el alma y todavía hoy se le siguen escapando sus pedazos en forma de huesos picudos.

Pasó hace años. Antes de que a Matilde el pelo se le volviese nieve, pero bastante después de que llegasen las primeras arrugas alrededor de sus ojos. Como zanjas del campo que llevan el agua, a ella las arrugas le marcaban el curso del llanto y del sudor por la cara.

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