A 30 km/hora

Piensa en una gota de lluvia.

Recién parida por una nube. Una nube grandiosa, repleta, gris de la tormenta más oscura.

Una lágrima de lluvia viendo el mundo como nadie nunca lo podrá ver.

Piensa en esa gota caer. Con el viento azuzándola. Sin vértigo. Viendo su fin cada vez más cerca. Cayendo a treinta kilómetros por hora.

Y esa misma gota por fin llega y se estrella contra el suelo. Se deshace, se transforma.

Pues así me sentí después de conocer ese nombre. Después de ese hasta luego. Después de esa puerta cerrándose. Después del sonido del ascensor.

Ni un proyectil en el pecho, ni la rotura en mil pedazos, ni el ahogo del alma.

Como una gota derribada a treinta kilómetros por hora.  Ese dolor sentí.

Mi alma esparcida, reventada contra el suelo.

Pero como el agua hace, creo que me transformé después de ese extremo dolor, después de ese choque a treinta kilómetros por hora desde más arriba del cielo.

Caída libre.

Libre.

 

Imagen: Pexels

De tu mirada a la mía

He dejado un reguero de estrellas de tu mirada a la mía.

«Lágrimas», dirán algunos.

«Estrellas fugaces», me susurras tú.

En los pliegues de las calles nos hacemos cíclopes, nos lazamos la respiración, nos rascamos las ganas.

«Se besan», dirán algunos al vernos.

«Un vals en el aire, volver a casa después de un viaje, un alud derrumbándose dentro de mí», les gritaré yo.

 

Imagen: Pexels

Tenemos un poema

Ojalá pudiese correr por las líneas de mi mano.

Llegar hasta el acantilado que marca el principio y volver al precipicio del fin.

Una bocanada de eternidad, respirar nebulosas.

Ojalá esos surcos fuesen de campo labrado.

Que mi carne fuese tierra fértil y húmeda para encharcarme de lluvia y que las zanjas se me empaparan de vida.

Ojalá pudiese caminar hacia delante y hacia atrás por esas autopistas de tiempo.

Pero no iría al futuro, tampoco al pasado. Me quedaría en hoy. En este presente eterno al que ya estamos condenados.

Y así podría volver a esta mañana, que sería perpetua, y antes de la ducha me hilvanaría a tu pelo, memorizaría las constelaciones de tu cuerpo y podría repetirte una y otra vez:

«Tienes razón, tenemos un poema».

 

Imagen: Pexels 

No me asustan las lágrimas

No me asustan las lágrimas.  Sólo son goticas de mar, igual que la sal de tu piel y la mía.

No me asusta el camino que queda, porque los pies están hechos para llenarse de tierra y embarrarse. Que si no buscamos senderos, tampoco veremos los trigos requemados, las amapolas resistiendo ni nuestros pasos hechos escarcha.

No me inquieta vivir. Quiero que el cierzo me cincele arrugas, que sean mis pinturas de guerra. Que mi cuerpo sea orilla a la que besar tras un naufragio y también acantilado, al que escalar con el aire apretando la garganta y con la sangre cabalgando en las sienes.

Lo que me da miedo es terminar siendo tu recuerdo corto, de esos que te llegan como un flashazo y no sabes bautizar. No quiero ser un nombre hecho de ceniza que termina siendo olvido. Que te olvides de mi peca del ojo, de mis uñas mordidas, de mis dientes separados. De que mi pelo huele a calefacción y mis manos a electricidad.

Como mucho (como tanto) quiero serte un déjà vu, un fallo de Matrix que te perturbe, que te asuste y que haga clic en tu mente y en tu dolor callado.

Que te llegue un soplo con mi olor a sal, el sabor de mi orilla y mi piel cincelada de cierzo. Que no soy de ceniza todavía. Soy de carne, de mente y de mar. El mar que me nace en los ojos, pero muere como un manantial.

 

Fotografía: Beatriz Emperatriz 

Marea

Se mecen mis caderas como el vaivén de las olas.

La tormenta ha sacudido mi cuerpo (columna, pies y entrañas), pero ahora la calma llega a este océano que llamas sábanas.

Se me han ensanchado las caderas, como cuando se abre un lirio sobre su cama de agua.

Y mi alma gotea, se escurre. Con olor a ese agua de lirio, a salitre y a coral rojo.

La tormenta me ha dejado su marca en los labios y la piel en alma viva, pero no importa.

Ahora camino con el paso arrastrado que deja la marea.

Nadie sabe que he sido la reina de un océano de algodón arrugado.

Que la tormenta ha caído en la cama y nos hemos vuelto rompeolas.

Y que no había luna en este techo y que no somos agua, pero hemos bailado hechos marea.

 

Imagen: Pexels

Claveles en la boca

No me dices te quieros.

Tú los haces.

Porque me quieres con tus guiños en silencio,

porque se te escurre cariño por esos ojos del mar negro.

Porque ya no duermo (y tú tampoco), si no me acaricias el muslo izquierdo después del buenas noches.

No me dices te quieros,

pero me besas las ideas

y me abrazas el futuro.

Camino sola, no necesito de tu mano para andar,

pero sé que estás cerca por si tropiezo y tienes que soplarme la pena y la herida.

Y decirme que los sueños no se rompen.

Cuando me amasas la piel creo que se me vuelve tierra.

Porque no hay otra explicación a lo que siento:

Me trepan las flores desde las entrañas, donde tengo las raíces agarradas.

Los claveles se me revientan en la boca y el rocío me gotea por los ojos cada mañana.

Todo me sabe a lluvia y me huele a norte.

Tengo el alma de otoño, pero me estás sacando olor a primavera.

Fotografía: Pexels

Diario de insomnio

Confieso que me amputo el pelo porque no duele. Porque algo de mí es destruido y vuelve a renacer. Porque no es irreversible. Por eso duermo con un gorro, para que las ideas no se me escapen. Para que los sueños fabricados no se me vayan como suspiros.

Confieso que me cincelo estrías en mi cuerpo como quien marca cada día que pasa. Porque mi cuerpo se vuelve un mapa de viaje, un diario. Mi piel queda como un papel arrugado que no puede volver a alisarse.

Confieso que tecleo porque, a veces, se me inunda el pecho de las cosas que no sé explicar. Porque me ahogo en frases calladas, en sensaciones silenciadas. Porque a veces quiero llorar cuando algo es tan bonito que no lo puedo decir.

Pero ven, por favor. Dame la mano. Ayúdame a no caer. Que el mundo va a una velocidad diferente a la mía. Que no quiero parpadear y perderme algo o perderme yo. Que estoy sola en un vendaval. Dame la mano y vayamos al norte, que el frío nos queme. Nos despierte. Nos haga temblar. Yo seré el mapa. Tú serás la brújula.

Pero ven, por favor. Dame la mano y sácame palabras. Dime que todo está bien. Que a ti te pasa lo mismo. Tatúame las líneas que te salgan.

Pero ven, por favor. Abrázame sin prisa. Fóllame fuerte. Cómeme el alma. Pégame tu lengua. Que mis manos son pequeñas y necesito que sean las tuyas las que me toquen.
Pero ven. Y cuéntame lo callado. Cuéntame los lunares. Cuéntame los días. Cuéntame los pasos.

Porque ahora el frío no me quema, no me despierta. Porque me amputo el pelo. Me cincelo estrías. Me tambaleo en el vendaval.

Porque a veces soy nada. Porque a veces soy nadie. Porque los sueños se me escapan mientras respiro.

Fotografía: Beatriz Emperatriz

Aleteo

He aprendido a vivir con un aleteo en mi pecho.

Mejor dicho, a sobrevivir con él.

El revoloteo sobre mis costillas no me deja dormir y cada día siento que la batida de las alas es más grande que la de ayer.

Suele ser un gorrión el que hace el nido entre mis pulmones.

Mi cuerpo es su jaula y lo único que quiere es salir de mí.

Por eso golpea con fuerza y llega a picotear rápido y profundo hasta llegar al corazón.

A veces quiero llorar por el daño que me hace, pero también por sentirle encerrado.

Sólo quiero que el gorrión vuele libre, que abandone el nido que se ha hecho con mis miedos bañados en cortisol.

El aleteo del gorrión es constante, pero, en ocasiones, también llega un buitre carroñero dispuesto a merendar mis sueños putrefactos y mi rutina hilvanada.

Y ahí siento que la jaula va a romperse, pero no saldrá el gorrión volando libre. Saldrá el buitre con mi alma resbalándole de su pico.

Por eso hago fuerte mi jaula, hago fuerte mi coraza para que el buitre no me destruya.

Pero el pequeño gorrión sigue atrapado, golpeando sus alas contra la jaula. ¿No lo oyes? Su aleteo es fuerte, es desesperado.

Por eso mis manos tiemblan, por eso mi ojo parpadea.

Y yo inspiro y expiro, buscando que el gorrión sea libre.

Ojalá encuentre el camino por mi pecho y termine huyendo por mi boca. Así se me quedará en la lengua el sabor de la libertad.

 

 

Imagen: Pexels

Tu otoño

Decías que era tu otoño.

Que el cuerpo lo tenía relleno de hojas crujientes.

Que mis ojos estaban caídos como las hojas, que se dejan mecer hasta caer.

Que mi alma te saciaba la sed como lluvia fría.

Decías que era tu otoño.

Porque llegué (y llegaba) despacio.

Porque había aparecido tras un verano ardiente.

Porque reencontraste el gusto por estar bajo una manta y no requemándote por el sol.

Fui tu otoño.

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