Te conocí cuando todavía no podías dormir por las noches.
Tus besos sabían a sal. Debía ser porque a veces tenías que tragarte las lágrimas y por algún sitio tenían que salir.
Aprendimos a acariciarnos encajándonos las penas.
Éramos carne y jadeo. Por fin, durante esos ratos, dejábamos de ser alma y quejido.
Después, me contabas dónde guardabas los cachicos de tu corazón roto. Y mientras dormías, los rebuscaba por tu cuerpo y los volvía a encajar.
Paciencia, superglue y algo de celofán hicieron que terminase volviendo a colocarte tu corazón recompuesto y con los engranajes funcionando.
Después, mientras soñabas, te pasaba la lengua por cada recodo para quitarte la sal de pena que te supuraba.
Tus besos ya empezaron a saber a fruta, como deben de saber los besos. Y tu cuerpo, a calor y a café.
Y así, un día viniste para contarme que sin saber cómo el corazón te había vuelto a funcionar, que los engranajes se habían puesto en marcha al conocerla y que los besos con ella ya no sabían a sal.
Y te marchaste.
Lo que no sabes es que un trocito de tu corazón que ya no encajaba en tu puzzle cardiaco se quedó guardado en un frasco (junto a los recuerdos horteras).
Ni que toda la sal que lamí se me quedó atrapada dentro.
Por eso los sueños me salen en blanco y negro.
Por eso al escribir sólo se me escapan penas de sal.
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