El calor volvía a ser insoportable, pero no era un calor picajoso. Era una capa húmeda y caliente que creo que sólo crece en Japón durante el verano. Los semi todavía no cricaban, pero ya me los imaginaba calentando para salir a actuar.
Durante un rato habíamos estado aliviados del calor. ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Ocho? A mí se me hizo eterno. Fue en el vientre de una diosa.
O al menos, eso dicen. El vientre de la madre de Buda. Bajo el templo de salón Zuigudo, una cueva se adentra en las laderas del monte.
En la oscuridad más profunda que recuerdo (aunque imagino que todos vivimos unos meses en una oscuridad así), me encorvaba y caminaba despacio, agarrándome de esas cuentas junto a la pared.
El túnel era estrecho (o al menos así lo sentía) y tan oscuro que no me avergüenza decir que tenía miedo. Sabía que llegaría el final, pero sí, tenía miedo. Hubo un momento que todo se agrandó y atisbé la piedra a la que, según dicen, debes rodear para que tu deseo se cumpla. No sé si llegué a hacerlo, si lo hice bien o mal. Sólo recuerdo que poco después volví a un túnel y comencé a ver la luz. Tal vez por eso dicen que es una peregrinación al útero, que te das a luz. Mejor dicho, que la cueva te da a luz. Vuelves a nacer por el vientre de la madre de Buda.
Y puede que sí, porque después del miedo a esa oscuridad, llegó esa luz cegadora. Imagino que algo así pasó al principio, eso debimos sentir en el primer parto que nos dio la vida.
Leer más »