Chavela

La Llorona empezó siendo la Cebolleta. La llamaban así los niños del barrio. «Todavía huele a la Cebolleta», decían por la mañana. Y siguiendo el rastro se asomaban a la ventana de la cocina. Ahí estaba, y seguiría estando días y noches, la Llorona con su berrinche crónico.

Aprendió a andar entre los pucheros del restaurante. Su madre le hacía repasar la lección mientras pelaba las patatas. Y recuerda el día que, con doce años, le quitaron la mayonesa de las manos. «Hoy eres mujer y si la tocas, la estropeas», le explicó su madre con las mejillas abochornadas. Avergonzada, con esa sangre entre las piernas, la Llorona se escondió en un rincón a cortar cebolla. La mezcló con pimentón, del mismo rojo que se le escapaba; con la albahaca y pimienta molida; tomate verde y aceite de oliva. Fue entonces cuando la Llorona empezó su berrinche. La cebolla se le metió por la nariz y le dejó llorar por primera vez. Así echó todo fuera y se limpió. Parte del lloro se le escurrió en la salsa. La sal exacta.

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En el bosque

Llegó al claro del bosque. La luz roja del atardecer apenas se escapaba de entre los árboles, tan altos, tan vivos y testigos de esa muerte. La lluvia de unas horas había dejado el aire empapado y con un ambiente infecto de ese frío que reboza los huesos. No sólo olía a barro y a hojarasca mojada, también a la sangre todavía caliente.

No se escuchaban ni los desvergonzados trinos de los mirlos, ni las tímidas pisadas de ardillas o ratones.

Algo le había dicho que volviese pronto.  Y ese algo tenía razón.

Arropado por esa manta pesada de humedad, se encontró a su pequeño abierto. Ni siquiera había llegado a presenciar su último aliento. Se lanzó sobre ese cuerpo pequeño, le quiso dar calor, pero de nada servía. Se llenó su cuerpo de esa sangre, que era también de ella. Le olía a óxido, a barro y a lavanda, olor a muerte.

Le lamió, metió la nariz entre sus heridas. Demasiadas. Quien lo hizo había disfrutado. Ese cuerpo tan pequeño estaba despedazado y sus vísceras escapaban. Y un instinto se apoderó de ella. Olió por última vez a su pequeño, se llenó la nariz y la boca de su sangre y corrió detrás del que lo había hecho.

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