Natacha

Mi abuela siempre ha llamado y llama natacha a la mantequilla.

Tardé en saber que la nombraba así porque hubo una marca con ese nombre. No recuerdo que ella comprase esa marca específica, pero siempre lo dijo así. Natacha.

Tal vez por eso, y sin saberlo, llamé así a una de mis muñecas. Me inventé que era rusa y quería ser escritora, pero trabajaba infeliz como niñera (siempre buscando el drama).

Ahora que lo pienso, Natacha tenía el color del azafrán de los campos de la abuela. Tenía el pelo rojo como las hebras y el vestido era púrpura como la rosa que las cubría. Tal vez por eso me gustaba esa muñeca. Porque me recordaba a su olor.

La yaya olía siempre así porque guardaba el azafrán en el armario del cuarto del fondo. Ese azafrán que le había hecho heridas en las manos y le había dejado la espalda dolorida de por vida.

Yaya, me hiciste prometer que esa tierra que ya estaba vacía, nunca se vendería. Yo te dije que sí, que lo que dijeses, pero no lo entendí. Igual que no entendía porqué la mantequilla era natacha para ti.

Pero ahora me veo escribiendo de olor a lluvia, de tierra fértil, de las raíces que me atraviesan, de pétalos de la rosa del azafrán y de las espigas que se me clavan en el alma. Y puede que por eso, y sin yo saberlo, todo haya sido por ti.

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A 30 km/hora

Piensa en una gota de lluvia.

Recién parida por una nube. Una nube grandiosa, repleta, gris de la tormenta más oscura.

Una lágrima de lluvia viendo el mundo como nadie nunca lo podrá ver.

Piensa en esa gota caer. Con el viento azuzándola. Sin vértigo. Viendo su fin cada vez más cerca. Cayendo a treinta kilómetros por hora.

Y esa misma gota por fin llega y se estrella contra el suelo. Se deshace, se transforma.

Pues así me sentí después de conocer ese nombre. Después de ese hasta luego. Después de esa puerta cerrándose. Después del sonido del ascensor.

Ni un proyectil en el pecho, ni la rotura en mil pedazos, ni el ahogo del alma.

Como una gota derribada a treinta kilómetros por hora.  Ese dolor sentí.

Mi alma esparcida, reventada contra el suelo.

Pero como el agua hace, creo que me transformé después de ese extremo dolor, después de ese choque a treinta kilómetros por hora desde más arriba del cielo.

Caída libre.

Libre.

 

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Toco casa

Todavía tengo el calor de la manta taponándome la nariz.

Si cierro los ojos, sigo viendo las lucecitas que me deja el maratón de Netflix.

Las caderas me siguen contentas aunque se me pase la vida entre la línea gris y la naranja. Pienso las horas que quedan bajo el falso techo y los fluorescentes de oficina. Y me sueño viajando, pero también volviendo a casa.

Porque aunque vayamos a un lado o a otro del mundo, aunque los sueños los tenga volando y anidando como golondrinas, al igual que ellas, siempre quiero volver.

Como si este piso al que llamamos casa fuese el puerto al que siempre quiero atracar.

Ni hay piratas ni la M-30 es el triángulo de las Bermudas, pero llego y piso nuestra orilla.

No vivimos en un puerto ni tenemos cerca el mar, pero siento que al volver a casa busco el faro que me alumbra para no chocar contra las rocas.

Y por fin «toco casa». Como cuando en el recreo tocaba casa y ya me sentía a salvo.

Pero no me engaño, casa también fue ese hotel en Gion (ése al lado de la casa de las geishas), la pensión sucia en Lisboa o el rascacielos en Osaka. Así que sí, toco casa a tu lado. Como si tú fueses hogar, ése que alumbra, da calor y junto al que se quiere estar y ser.

Como si tu lado de la cama fuese lumbre (casi te huelo a humo, a chisporroteo, el crepitar de mi cuerpo).

Porque en casa tú me empachas la risa, me escuchas como si narrara cuentos y me aúpas para llegar más alto. Porque aunque me sienta y me reconozca mediocre, tú me alimentas los sueños y me convences de que me haga gigante.

Y cada día, cuando te veo y te río, toco casa. Porque ya me salvo.

Me pones feliz y se me achican los ojos. Manta y tele. Franela. Pies descalzos. Y este sofá que se vuelve barca.

La rutina, la nuestra, se nos hace aventura. Porque siento que el universo se me reinicia cada día. Cada mañana, un Big Bang en el Nesquick.

Y al volver la noche, por fin beso la lumbre y se me templan el alma, el vientre y la risa. Toco casa.

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Marea

Se mecen mis caderas como el vaivén de las olas.

La tormenta ha sacudido mi cuerpo (columna, pies y entrañas), pero ahora la calma llega a este océano que llamas sábanas.

Se me han ensanchado las caderas, como cuando se abre un lirio sobre su cama de agua.

Y mi alma gotea, se escurre. Con olor a ese agua de lirio, a salitre y a coral rojo.

La tormenta me ha dejado su marca en los labios y la piel en alma viva, pero no importa.

Ahora camino con el paso arrastrado que deja la marea.

Nadie sabe que he sido la reina de un océano de algodón arrugado.

Que la tormenta ha caído en la cama y nos hemos vuelto rompeolas.

Y que no había luna en este techo y que no somos agua, pero hemos bailado hechos marea.

 

Imagen: Pexels

Luna

Miro al cielo y veo a una nube parir una luna hermosa, redonda y blanca como una hostia consagrada.

Y abro la boca y ofrezco mi lengua al cielo para que mi paladar toque al astro, pero no puedo tener una comunión celeste.

Porque no nací de la tormenta.

Nací de carne y de sangre, de amor y dolor.

Por eso he de comulgar en cuerpo, en piel y en sudor.

Pero aunque soy mediocre, aunque soy nadie, aunque soy nada, puedo decir que he visto nacer a la luna.

Parida de una nube preñada, grande y oscura. Mírala, orgullosa y reina del mundo.

Ha venido para iluminarnos, para bañarnos de luz.

Ha venido para salvarme de mi mirada vulgar.

Imagen: Pexels

Niebla

Dijo adiós y siguió andando. La niebla era espesa. Blanca. Pesada. La atravesaba dando pasos pequeños. No veía dónde iba.

A veces, olía a asfalto mojado. Otros pasos, eran hierba húmeda y mullida. Y ella caminaba con esa ceguera blanca poniendo las manos por delante para no chocarse.
A veces, sentía que alguien pasaba cerca de ella. Una sombra blanca, otro paso tímido, otro paso rápido.

Ella miraba de un lado a otro, pero estaba perdida. Los ojos le dolían y la respiración se le volvía agua que le iba mojando poco a poco.
Buscaba el camino y no lo encontraba. Buscaba los pasos que había dado, pero no dejaban huella.

Se quedó quieta pensando en el salvador al que había dejado pasos atrás. Su lengua era como una hostia sagrada y todo lo que emanaba de él era un vino bendito. Le había dejado la piel lamida, el alma purificada saliéndole de entre las piernas y moratones por dentro del pecho. Gracias a él, las caderas las tenía satisfechas, pero con cada paso le sonaban los añicos de cariño roto.

Quiso llamarle, pero la niebla se le había acomodado en la garganta.

Quiso llorarle, pero se le formó escarcha en los ojos.

Se tumbó mirando a ese cielo blanco. A esa niebla infinita. Las piedras del suelo le recorrían la espalda, pero no sabía diferenciar el cielo del suelo. Y rezó. No a un dios ni a dioses. Se le escaparon plegarias a ese salvador de carne y aliento. Que volviera. Que su lengua sagrada le tocase. Que le bendijese como él lo hacía, pero no llegó.

Y ella se quedó dormida.

Y esa escarcha, que le había cubierto los ojos, la llenó por entero.

Y supo que no había mesías. Que su lengua deseada no era sagrada.

Y supo que ella misma era su salvadora.

La niebla la arropó. Fría. Blanca. Espesa.

 

Imagen: Pexels

A mí me gusta el olor de las farmacias

Me encantaba el olor de las farmacias. Cada día buscaba una excusa para recorrerlas una por una.

Empezaron a conocerme en el barrio. Después en toda la ciudad.

Primero me hice adicta al ibuprofeno y a la valeriana. Después a las juanolas y a la equinácea. Las tomaba rápido para no sentirme mal al ir de nuevo a la botica. La campanilla de la puerta sonaba y yo me tragaba ese perfume a limpio y a química a bocanadas.

Cuando empeoraba, buscaba desesperada farmacias de guardia. Así conocí a Gómez, el farmacéutico de la calle Chinchilla. Me encontró a las tres de la mañana. Asomada al hueco de la verja, intentando inhalar el olor que se escapaba de la farmacia.

«Entra», me dijo subiendo la verja. Yo me quedé dormida en la silla junto a la báscula, rodeada de olor a aspirina y esparadrapo. Me despertó con una taza de café y un bote envuelto en papel de farmacia. «Ten. Me ha costado, pero te he guardado el olor aquí dentro. Ya tienes tu perfume».

 

 

Fotografía: Gabriel González

Chavela

La Llorona empezó siendo la Cebolleta. La llamaban así los niños del barrio. «Todavía huele a la Cebolleta», decían por la mañana. Y siguiendo el rastro se asomaban a la ventana de la cocina. Ahí estaba, y seguiría estando días y noches, la Llorona con su berrinche crónico.

Aprendió a andar entre los pucheros del restaurante. Su madre le hacía repasar la lección mientras pelaba las patatas. Y recuerda el día que, con doce años, le quitaron la mayonesa de las manos. «Hoy eres mujer y si la tocas, la estropeas», le explicó su madre con las mejillas abochornadas. Avergonzada, con esa sangre entre las piernas, la Llorona se escondió en un rincón a cortar cebolla. La mezcló con pimentón, del mismo rojo que se le escapaba; con la albahaca y pimienta molida; tomate verde y aceite de oliva. Fue entonces cuando la Llorona empezó su berrinche. La cebolla se le metió por la nariz y le dejó llorar por primera vez. Así echó todo fuera y se limpió. Parte del lloro se le escurrió en la salsa. La sal exacta.

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Nunca lo sabrás

Ayer volví a pasar cerca de la casa.
Sólo la vi a lo lejos, no me atreví a pasar por la puerta.
No dejo de preguntarme si las paredes seguirán teniendo tu risa pegada en las esquinas y si la bañera seguirá llena de tu nombre.
Esa bañera en la que me asomaba como un gato curioso a mirarte mientras pintabas todo con perfume de café, negro y dulce.
Nunca sabrás que, a veces, estás conmigo en mi mente y en mis dedos.
Cuando me devora la cama vacía.
Cuando mis manos se pierden en mí mientras te pienso y paso mi lengua por tu cuerpo imaginado.
Nunca lo sabrás, pero tu sabor se me quedó a vivir en las entrañas y tus dedos están cincelados en mis caderas.
Cuando te miro, te sonrío.
Cuando te callo, trato de ahogar el recuerdo.
Nunca lo sabrás, pero no hubo café más dulce que el tuyo.
Nunca lo sabrás, pero la huella de tu mano y la mía siguen dibujadas en el cristal de la ventana.
Nunca lo sabrás, pero el recuerdo de tu mano sigue guiando a la mía.
Nunca lo sabrás, porque te callo y os sonrío.

 

Imagen: Eternal sunshine of the spotless mind (2004) – Anonymous Content, This is That, Focus Features

Cuando me besas

Cuando me besas, tu lengua me viene como una ola de sabor a granada, a fruta madura y tu saliva me empapa el alma.

Cuando me besas, me dejo cubrir por tu mirada. Por esos ojos como los del poema de Machado, ojos de noche de verano.

Mi cuerpo se sacude como si un rayo cruzase mi columna, mis brazos y mis pies para terminar muriendo en mis muslos. Un rayo que palpita hasta callar entre mis piernas.

En mi tripa no hay mariposas. Son garzas las que aletean en mis vísceras y vuelan hasta mi pecho.

Ahí anidan, ahí graznan y ahí me picotean por dentro.

Por eso me late el corazón más fuerte. Son sus picotazos los que marcan mi pulso, ¿no lo notas?

Por eso me brillan los ojos, porque hasta ahí llega el reflejo de ellas volando en mi garganta.

Por eso siento que floto, porque las garzas alzan el vuelo dentro de mí.

Y estas plumas no las sacamos del edredón mientras damos vueltas. Son las plumas que caen cuando las garzas baten alas al verte llegar.

Porque no, en mi tripa no hay mariposas, tengo garzas blancas aleteando en mis vísceras.

En el hueco entre los pulmones y el corazón, guardo su nido.