Niebla

Dijo adiós y siguió andando. La niebla era espesa. Blanca. Pesada. La atravesaba dando pasos pequeños. No veía dónde iba.

A veces, olía a asfalto mojado. Otros pasos, eran hierba húmeda y mullida. Y ella caminaba con esa ceguera blanca poniendo las manos por delante para no chocarse.
A veces, sentía que alguien pasaba cerca de ella. Una sombra blanca, otro paso tímido, otro paso rápido.

Ella miraba de un lado a otro, pero estaba perdida. Los ojos le dolían y la respiración se le volvía agua que le iba mojando poco a poco.
Buscaba el camino y no lo encontraba. Buscaba los pasos que había dado, pero no dejaban huella.

Se quedó quieta pensando en el salvador al que había dejado pasos atrás. Su lengua era como una hostia sagrada y todo lo que emanaba de él era un vino bendito. Le había dejado la piel lamida, el alma purificada saliéndole de entre las piernas y moratones por dentro del pecho. Gracias a él, las caderas las tenía satisfechas, pero con cada paso le sonaban los añicos de cariño roto.

Quiso llamarle, pero la niebla se le había acomodado en la garganta.

Quiso llorarle, pero se le formó escarcha en los ojos.

Se tumbó mirando a ese cielo blanco. A esa niebla infinita. Las piedras del suelo le recorrían la espalda, pero no sabía diferenciar el cielo del suelo. Y rezó. No a un dios ni a dioses. Se le escaparon plegarias a ese salvador de carne y aliento. Que volviera. Que su lengua sagrada le tocase. Que le bendijese como él lo hacía, pero no llegó.

Y ella se quedó dormida.

Y esa escarcha, que le había cubierto los ojos, la llenó por entero.

Y supo que no había mesías. Que su lengua deseada no era sagrada.

Y supo que ella misma era su salvadora.

La niebla la arropó. Fría. Blanca. Espesa.

 

Imagen: Pexels

Tu otoño

Decías que era tu otoño.

Que el cuerpo lo tenía relleno de hojas crujientes.

Que mis ojos estaban caídos como las hojas, que se dejan mecer hasta caer.

Que mi alma te saciaba la sed como lluvia fría.

Decías que era tu otoño.

Porque llegué (y llegaba) despacio.

Porque había aparecido tras un verano ardiente.

Porque reencontraste el gusto por estar bajo una manta y no requemándote por el sol.

Fui tu otoño.

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Tu recuerdo

Tu recuerdo se me quedó en el pecho como una semilla. Una simiente de dolor y anhelo.

Se me quedó pinzada entre el alma y la garganta, entre las vísceras y el corazón.

Por eso, sus raíces se amarraron a mis tripas y fue creciendo hasta mi garganta. Por eso no comía. Por eso no podía ni hablar. Por eso no podía ni respirar.

Tu recuerdo se hizo grande, creció hasta apoderarse de mis pensamientos, de mis ganas y de mi sexo.

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Anouk

Te fuiste.

Y te marchaste. Cuando cerré la puerta, supe que era un adiós. Supe que ya no volvería a pasar.

En los hoyuelos de mis muslos todavía está guardada tu saliva. Mi piel amasada, supura la nicotina de tus dedos. Trago agua y todavía me sabe a ti. Pero un aguijón en el centro del pecho me ha dicho que no volverá a ocurrir.

Un beso rápido mientras abrías el ascensor será el punto y coma a esta historia nuestra que nunca tuvo nombre, que nunca empezó, así que nunca terminará. Esta historia a la que tú traerás un nuevo personaje. Un cuento demasiado pequeño para tantos nombres. Lo supe, lo sé.

Me acabas de cincelar mi nombre en mi cuello. Lo decías, lo dices, golpeando cada sílaba, paladeando con golpes de aliento. Marcando la k final de mi nombre, dejando que resuene en la cueva de tu boca. Y aun así, con tus caricias recién bordadas en mí, sé que no volverá a ocurrir. Los dos lo sabíamos.

Hemos sido el alivio de luto del otro. Ese gris que sigue al negro antes de volver a los colores, a la vida. Hemos sido las risas y las caricias después del abismo de un desamor.

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