Por fin he comprendido que nunca habrá un mañana.
Porque al despertar volverá a ser un hoy.
Ese mañana del que nos hablan, nunca lo tendré ni podré nombrarme en él.
Y corremos detrás de él como un perro persigue a su presa, tan cegado por el ansia y su instinto, que no ve el terraplén por el que va a caer.
Buscamos llegar a ese mañana, como cuando de niña me ponía de puntillas y estiraba los
brazos tratando de cazar estrellas fugaces.
Y el mañana nunca será. Porque vivimos en un presente eterno, cíclico. Nunca nos hablaremos en futuro, al igual que no podemos destachar el calendario ni existe el deshablar.
Porque el pasado no se deshace igual que al futuro no se llega.
Estamos atrapados en una habitación y la puerta por la que entramos es el pasado, cerrada con llave desde fuera. Y el mañana no es más que una ventana desde la que podemos mirar, pero no abrir.
¿Pasará lo mismo con los sueños? ¿Serán como las estelas que atraviesan el cielo? ¿Podremos señalarlas, pero no tocarlas con la punta de los dedos?
¿Somos los perros galopando por atrapar a su presa? ¿Cegados por el deseo y con la sangre latiendo en nuestras sienes? Yo me he parado empapada en sudor, con el aliento seco y el alma sedienta.
Porque no alcanzo los sueños y he comprendido que mañana nunca llegará.
Estoy atrapada en esta habitación, en este presente. Pero a puñetazos he roto el cristal de la ventana, para que llegue el aire limpio del mañana. Huele a tormenta.
Y me quedo en esta habitación, en esta casa. ¿Por qué no es acaso nuestro instinto buscar un hogar? ¿No se siente el amor como volver a casa? Y ya estoy, ya lo tengo en este presente eterno con olor a la lluvia que traen los sueños.
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